Si hay un artista reconocido, condecorado y alabado con escasas fisuras en el panorama artístico español, ese es Antonio López. Ahora que este pintor de referencia, inclasificable e independiente ha sido noticia por un hecho cotidiano en la praxis de los profesionales de la pintura, como es salir a pintar “al natural”, he recordado aquellas tardes en las que tuve la ocasión de disfrutar en exclusiva de su mágica manera de desenvolverse ante el cuadro, de su humilde servidumbre a la hora de asistir al acto de la creación y de la extraordinaria generosidad con la que compartía sus principios, que se convierten por efecto de su maestría en valiosos aprendizajes para quien tiene la oportunidad de escucharlos.
Fue un 9 de agosto de 2013. Por aquel entonces yo trabajaba en el Pabellón de la Navegación de Sevilla como responsable de exposiciones. Recuerdo que esa mañana hubo una reunión donde se iban a confirmar las sospechas que hasta el momento se habían llevado en el más reservado de los secretos: Antonio López había escogido la torre mirador del Pabellón de la Navegación (también conocida como torre Schindler) para pintar su vista de Sevilla. En una ciudad donde aún no existían rascacielos, la torre de la navegación ofrecía en su punto más alto una atalaya privilegiada para conseguir la perspectiva que Antonio quería imprimir a su panorámica de la ciudad, aunque fueron varios los lugares propuestos para ello. Este proyecto, que comenzó por invitación expresa al pintor del por entonces alcalde de la ciudad (Juan Ignacio Zoido) asistido por Benito Navarrete, aún no ha visto su resultado definitivo, aunque habiendo asistido a parte del proceso de creación, puedo decir que la vista de Sevilla se terminará cuando llegue su momento. Ni antes, ni después, ya que como el mismo Antonio dice: “Una obra nunca se acaba, sino que se llega al límite de las propias posibilidades”, y posibilidades son las que le siguen sobrando al pintor que ya ha cumplido los 85 años.
Yo iba a ser el encargado de la logística para facilitar a Antonio el acomodo necesario para subir a la parte más alta del mirador, una parte que cuenta con una plataforma de reducidas dimensiones y que da acceso a la sala de motores de los ascensores que dan servicio a la torre y que serviría (no sin sufrimiento por mi parte) en improvisado almacén del cuadro durante el proceso. A las 16:00 horas estaba prevista la llegada de Antonio López, su asistente Isidro y los materiales necesarios para la obra. La entrada iba a ser desde la puerta del río, la que comunica la explanada del Pabellón de la Navegación con lo que hoy sería el Parque de Magallanes, pero que por aquel entonces era una zona algo degradada de aquella margen del río. Puntual estuve esperando unos minutos a que llegara la furgoneta, el coche o vehículo en el que se completaría la entrega de los materiales cuando atónito, vislumbro al fondo del bulevar, apareciendo desde los bajos del puente del Cristo de la Expiración la menuda figura del pintor cargando en solitario con un bastidor de 120 x 130 cm. Pantalón corto, gorra y casaca de trabajo, caminaba con la ilusión de un quinceañero ante el nuevo proyecto que iba a comenzar.
Una vez todo estuvo dispuesto, Antonio estuvo manejándose con soltura y precisión ante aquel lienzo en el que, con extraordinaria rapidez encajó la sinuosa línea del río, el perfil del arrabal trianero y la rotundidad de la masa urbana de Sevilla hasta su horizonte de levante, donde la tierra era más roja a esa hora de la tarde.
El ritual se repitió durante varias tardes, acompañados de un calor que emborronaba la vista de todos, menos la de Antonio, que me regaló sabias lecciones de percepción, de cómo mirar y de cómo mirarnos ante un paisaje, con mensajes tan cortos como elocuentes. Entonces aprendí que Sevilla era “la ciudad más africana de toda Europa”, que los “colores especiales” tan cantados en esta ciudad se reducían a una paleta muy limitada, y que “un paisaje también es una emoción, una energía que puede contener todos los estados de ánimo y que tiene que llevarnos más allá del ámbito de la representación”.
Atesoro aquellas tardes de verano como un regalo, quizás uno de los más placenteros que me ha regalado esta profesión. Desde entonces puedo decir que admiro más aún a la figura de Antonio López, el pintor que me enseñó definitivamente a buscar la belleza en lo cotidiano.
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